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Jabalia. Silencios
e invocaciones

Ladera del norte. Ocaso primero del mes de octubre. Octubre negro como ha sido este octubre del 2023. Mi madre sembraba higos en Jabalia y escondía detrás de sus manos una reliquia que perteneció, según me dice, a uno de los veinte mártires de Al-Fakhoura. No vengan a decir que esto acabará mañana. No acabará. No acabará, dicen los esbirros a la lejanía. Jabalia, enclave fúnebre. Cuánto nos ha dolido morir de inmediato sin disponer unos minutos más para poder besar tu tierra. Una primer provocación: Vencernos. Otra primer provocación: Salir vivos.

Salimos desnudos a la guerra. Esta guerra que no es guerra, pero así la han llamado. Esta guerra que cuenta la fábula negra de la nakba que se reinicia cíclicamente sin encontrar término ni final. Camino sin mirar atrás pensando que también los pasos se borran, que las huellas no permanecen, que se acaba la voz en la medida que renace el grito. La voz es de una textura inapreciable para los invasores, se expresa en sonoridades ininteligibles que componen musicalidad estridente y silencios. Voz presente. Ahogada pero presente, y voz que es campo fértil para otras enunciaciones:

 

Como nombrar, como callar. Silencios y predicciones.

Axiomas que se revierten para mostrar la ferocidad

de su carácter fallido.  

 

Ahora estás aquí, has llegado. Te sientas a la mesa, te descalzas los pies. Hablamos sobre una aldea destruida. Hablamos del día en que un cinturón humano quiso impedir que nuestra casa se viniera abajo. Hablamos de conmiseración, pero no de cobardía. La tarde se ha oscurecido. Está cayendo la lluvia. Afuera hay un grupo de hombres que gritan como si les desprendieran los pies. Adentro solo estábamos tú y yo y hay razones para no salir. Esas razones estaban puestas en nuestro deseo de permanecer ocultos a la mirada de los invasores. Ahora con todo esto, debemos ir afuera ¿Entiendes? Suponer que es necesario extraviarse en la calle junto a la multitud que se previene de quedar bajo las acumulaciones de carne y piedra.

 

La nube de polvo arrasa con Deir al Balah pasando las 14 hrs. Promete sequías que vendrán después a manera de glosario que incluye todas las expresiones del infortunio. Me pregunto qué es la voz dentro de todo esto cuando se vuelve grito, aullido, alarido. Cuando enmudece, pero sigue siendo escuchada en otros siglos, en otros tiempos. Pienso en la incandescencia como el principio de la sombra. Me debato entre dejar mis papeles donde he tomado apuntes de mis propias pesadillas o abrirme paso entre la cortina de humo. Finalmente, este no tendría por qué ser un día bueno, digo eso en mi propio oído. Me detengo entre la habitación y la estancia y veo dentro: Hay rastros de lo que vivimos aquí.

 

Mi abuelo vivió en este lugar. Estuvo parado en este mismo sitio en el que me encuentro yo. Toda nuestra descendencia, la de los Saadi, fue víctima de un listado pavoroso de muerte. Pero afuera se extendió la figura de la comunión entre el refugio y el exilio. Entonces, la máquina de producir espectros no paró en su cometido:

 

Figuras fugaces/ nervios/ reinos invertidos reducidos a cenizas/ naturaleza del escombro asumido como origen y destino/ barbarie que sepulta y engrandece mis pequeñas crisis que no se comparan a los nervios rotos de un tzáhal cuando responden con una metralla a la agresión de una piedra que ha caído a sus pies.

 

Un despliegue brutal de artillería cuya potencia no es capaz de contener fuerza humana. Un delirio de permanencia y el propósito persistente de alimentarnos con nuestros propios muertos. Así, volvimos a pisar escombros de familias nuestras, con integrantes cuyos rostros habían quedado irreconocibles. Comunidades de moribundos, anuencias de la misma paradoja relacionada al vacío insostenible. Volvimos a los campos. Creímos que en ellos encontraríamos fortaleza. Los niños corrían entre la cosecha de trigo y centeno. Me dije que me mantendría quieto mirando desde un litoral lejano el vuelo ocasional de los busardos. Así hasta que llegaba la noche y mi atención crecía y mi soledad crecía cuando de noche vi a la cosecha y los niños que jugaban en ella, pero ya envueltos entre las llamas del incendio.  

 

Me oxigené junto a ti. Me diste oxígeno. Tomé tus manos y fue como si por dentro algo se iluminara. Con esa luz, sencilla de humanos que se aman, tembló la tentativa de estar muertos y algo hizo resurgir en nosotros la posibilidad de otra lucha. Lucha: Oxígeno para los dos. Cortinas de llanto que encausan mares violentos. Engendros de la rebelión anidando seres inmortales. Mi llanto valdrá por la historia de este pueblo. Mi llanto podrá ir a dar al vacío, pero no dejará que otros llantos sigan regando los campos florecientes de nuestros olivos.

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